Harold Alva, Róger Antón Fabián, Enrique Verástegui y Willy del Pozo .
Por: Roger Antón Fabián
.“De tal manera está hecha la vida, que cuando más locura se pone en ella, más se vive; la tristeza es la muerte”
Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura
Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura
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El nombre de Enrique Verástegui convoca a muchos seres a la vez: A ese jovenzuelo de apenas diecinueve años que, en los primeros días de abril de 1970, viajó con Jorge Pimentel al norte del Perú y allí editaron la revista “Hora Zero-Chiclayo-70” donde publicaría sus primeros poemas. A aquel estudiante sanmarquino, que almorzaba en el Comedor universitario de Cangallo, al lado de la Morgue de Lima y que por aquel entonces pensaba que en un país como el nuestro, donde la carrera literaria apunta hacia destinos no literarios, el primer deber estricto de un escritor era precisamente dejar de escribir. Ese joven osado, amante de la poesía, que sin tarjeta de presentación, padrinos ni recomendación alguna, se presentó en las oficinas de Milla Batres para ver si podían publicarle sus escritos. Ése que publicó En los extramuros del mundo, obra precozmente madura, que escribió en el Centro Federado de Económicas, envuelto por esa terrible soledad del emigrante, e inspirada –qué duda cabe– en esa voz romántica de los estudiantes provincianos que vivían en las oscuras pensiones cerca de la Universidad de San Marcos, y que pensaba que había un deleite rilkeano en “esencializarse” a través de la escritura cuando entonces escribir era tan solo un acto secreto e inconfesable. El que afirma que el azar de la historia le puso en contacto con el grupo literario Hora Zero, aquellos desaforados que se interesaban por fundar una nueva literatura en el Perú. Aquel polémico Verástegui que con ánimo sanamente parricida en 1972 declaraba que César Vallejo, piedra sagrada y angular de nuestra poesía, era tan solo un mito, un gusto, que no le interesaba porque era de una falsa vigencia dado que a él le importaba la poesía a nivel de estructuras y ritmos, y que manifestaba que no leyó a Vallejo porque en su pueblo no había libros de él y que cuando ya tarde alcanzó a leerlos, no le interesaban.
El nombre de Enrique Verástegui convoca a muchos seres a la vez: A ese jovenzuelo de apenas diecinueve años que, en los primeros días de abril de 1970, viajó con Jorge Pimentel al norte del Perú y allí editaron la revista “Hora Zero-Chiclayo-70” donde publicaría sus primeros poemas. A aquel estudiante sanmarquino, que almorzaba en el Comedor universitario de Cangallo, al lado de la Morgue de Lima y que por aquel entonces pensaba que en un país como el nuestro, donde la carrera literaria apunta hacia destinos no literarios, el primer deber estricto de un escritor era precisamente dejar de escribir. Ese joven osado, amante de la poesía, que sin tarjeta de presentación, padrinos ni recomendación alguna, se presentó en las oficinas de Milla Batres para ver si podían publicarle sus escritos. Ése que publicó En los extramuros del mundo, obra precozmente madura, que escribió en el Centro Federado de Económicas, envuelto por esa terrible soledad del emigrante, e inspirada –qué duda cabe– en esa voz romántica de los estudiantes provincianos que vivían en las oscuras pensiones cerca de la Universidad de San Marcos, y que pensaba que había un deleite rilkeano en “esencializarse” a través de la escritura cuando entonces escribir era tan solo un acto secreto e inconfesable. El que afirma que el azar de la historia le puso en contacto con el grupo literario Hora Zero, aquellos desaforados que se interesaban por fundar una nueva literatura en el Perú. Aquel polémico Verástegui que con ánimo sanamente parricida en 1972 declaraba que César Vallejo, piedra sagrada y angular de nuestra poesía, era tan solo un mito, un gusto, que no le interesaba porque era de una falsa vigencia dado que a él le importaba la poesía a nivel de estructuras y ritmos, y que manifestaba que no leyó a Vallejo porque en su pueblo no había libros de él y que cuando ya tarde alcanzó a leerlos, no le interesaban.
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Con el tiempo quizá ha perdido ese aire de ángel maldito, esa aura mítica ganada muy a su pesar, que se erigió, tan luego de ser catalogado como uno de los más importantes poetas de Latinoamérica y el mejor poeta joven de habla castellana a ambos lados del Atlántico, y con razón en el año 1976 obtuvo la beca Guggenheim, a solicitud de un grupo de escritores mexicanos entre los que se encontraba nada menos que José Emilio Pacheco y durante algún tiempo recorrió casi toda Europa.
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Con el tiempo quizá ha perdido ese aire de ángel maldito, esa aura mítica ganada muy a su pesar, que se erigió, tan luego de ser catalogado como uno de los más importantes poetas de Latinoamérica y el mejor poeta joven de habla castellana a ambos lados del Atlántico, y con razón en el año 1976 obtuvo la beca Guggenheim, a solicitud de un grupo de escritores mexicanos entre los que se encontraba nada menos que José Emilio Pacheco y durante algún tiempo recorrió casi toda Europa.
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Y vuelven otras imágenes: el estudioso del fracaso poético de las generaciones de poesía peruana, basándose en las teorías de Derrida, Kristeva y Deleuze a fin de no repetir errores y que ahora ya no teoriza en el plano de las luchas generacionales. Ese otro que seis años después de la consideración sobre Vallejo, representando a la comunidad peruana, leyó sus poemas ante la tumba del poeta, lo que le valió las congratulaciones de Julio Ramón Ribeyro, por entonces cónsul del Perú ante la Unesco, que se había unido al homenaje, y, que extrañamente fue considerado como “enemigo” en su diario personal La tentación del fracaso, por la firma de un manifiesto equívoco.
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Pero este escritor entrañable durante los casi cuatro años que permaneció en París vivió ahí algunos de los momentos más hermosos y felices de su vida, ya que colaboró en numerosas publicaciones académicas y periodísticas de América Latina y Europa, sus poemas aparecieron en revistas como la que dirigían Octavio Paz y Julián Ríos; y ni qué decir tiene, concluyó El motor del deseo, asimismo escribió Angelus Novus y Taki Onqoy, en un estado de absoluta inspiración: sentía que levitaba después de catorce horas de escritura en respuesta a esa necesidad de escribir y que en vez de sumergirse en las drogas siguiendo a un equívoco Aldous Huxley, prefirió siempre investigar, el trabajo de campo y la biblioteca, el hablar con la gente y leer desmesuradamente. El que escribía desnudo, hacía el amor, se sentaba a la mesa y borroneaba inmediatamente las sensaciones que habían pasado por su mente.
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Aquel lector y devoto de Oquendo de Amat, ese poeta de camisa colorada y su Cinco metros de poemas admirado éste también por Allen Ginsberg y Roberto Bolaño, seres que no están por encima de su valía, con relación al primero se unió a un homenaje que los intelectuales del mundo entero le rindieron al poeta en la Residencia de estudiantes y artistas americanos de París. A Roberto lo conoció cuando vivía con Carmen Ollé y su hija Vanessa en Barcelona, pues él iba a la casa de ellos, se hizo amigo, aunque luego viene una historia de enemistad al salir a la luz Los detectives salvajes. El auscultamiento y la rivalidad no declarada –y manifiesta– entre grandes es tarea cotidiana; además, valgan verdades, cuando Roberto era un emigrante desconocido en Madrid, “pobre como una rata”, al decir de Javier Cercas, Enrique ya era considerado el mejor poeta latinoamericano, y quizá eso fue lo que originó ese impasse, por cierto alguna vez Hora Zero tuvo una relación de cordialidad y hermandad también con ese grupo de locos llamado los infrarrealistas. Y quizá diga esto porque sirva como lección a escritores y poetas jóvenes: la literatura de verdad no es un mundo de rosas y aromas.
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Quiero decir que el amigo parisino de Severo Sarduy, de Saúl Yurkievich, Pere Gimferrer, Jordi Royo entre otros, este diarista personal que interrumpió su escritura a raíz de la muerte de su padre; separado de su esposa, la también poeta Carmen Ollé, que retornó al primordial San Vicente de Cañete y volvió a la Molina donde a veces se suele aburrir a rabiar, aquel escritor lleno de inéditos que manifiesta que las matemáticas son un placer mental que le permite reflexionar; este cantante de ese “Himno a París” como ninguno, es autor de una obra vasta y querida con profundo afecto por las distintas generaciones posteriores a él. ¡Sigue escribiendo Enrique Verástegui!
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La profesora argentina de griego y latín, Alba Delia Fede, estudiosa de la obra del escritor, se pregunta: ¿Quién es Enrique Verástegui? ¿Qué piensa? ¿Cómo escribe? ¿Cómo se registra en la literatura de su país y del mundo? Y quizá la respuesta sea que este hombre, de abuelos africanos, vascos, chinos e incas es la suma de una vida llena de experiencias, de luchas, de paz, de viajes extensos, de mucha concentración en su lucha por escribir, esa figura no desleída a pesar de las vivencias muchas de ese jovenzuelo audaz y empecinado que tuvo la lucidez y la locura necesaria para asumir una vocación embargadora, ese proyecto de escribir un libro total, como una decidida y determinante inmolación.
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Ese y todos es nuestro Verástegui querido. Él y todos juntos han escrito esta novela que ahora editamos. Separar la vida de la obra es un tema polémico en todo caso siempre hay vasos comunicantes y una suerte de alter ego se instala entre los personajes y las creaciones, así la mejor manera de acercarse a la vida de un escritor es leyendo sus obras. Ahí esta todo. ¿Acaso ese niño basketbolista que fue tiene alguna relación con Rigolleto, el anarquista?
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Mezcla de erudición con una sutil vena poética, Teorema del anarquista ilustrado es una suerte de ensayo sobre lo erótico y el amor. Al decir de Maynor Freire, el poeta peruano Carlos Oquendo de Amat hurta de Elogio de la locura un verso de Erasmo de Rotterdam para uno de sus hermosos poemas: “Tuve miedo y me regresé de la locura”, Verástegui inicia su libro con un epígrafe de Rotterdam: “De tal manera está hecha la vida, que cuando más locura se pone en ella, más se vive; la tristeza es la muerte” que es quizá la clave de la obra. Rigolleto, el narrador, es un provinciano y anarquista, un hombre ilustrado, que cuenta el ingreso a un nosocomio limeño para enfermos mentales, él también escribe, lee a Todorov, Swedenborg, San Juan de la Cruz y la Epístola II de Pablo a los efesios; a la mañana siguiente de su llegada empieza a planear la fuga con varias opciones de prevención si algo falla, todo en respuesta a la necesidad inmediata de huir pues surge una reñida contrariedad hacia la medicina psiquiátrica que emplea métodos anquilosados para los males del alma como los electro-shock. Él no puede pasarse en una jaula cuando el encierro más grande es una abstracción. Rigolleto, luego de un tiempo amante furtivo de las mujeres solteras del hospital, trama una fuga general a partir de un partido de basquetbol, aunque la huida del recinto se inicia con sus escritos, sus debates planteados a los psiquiatras y sus actos de amor con Esther quien, había llegado ahí por error, según decía ella, al quemar un pantalón al marido, y que aparte de detenerse horas mirando inmóvil el suelo, cual Penélope, teje una chompa de color lila, cuello grueso y cerrado a lo Jorge Chávez para Rigolleto. A él se le ha encargado desarrollar el “Efecto de Doppler”: una reflexión sobre la realidad que vivió su infancia, algún hecho mínimo desde su propia interioridad: que es una obra de arte dentro de otra obra de arte, una suerte de metaliteratura, un pretexto para narrar con bellas imágenes poéticas en papeles disímiles, respondiendo a tres perspectivas diferentes: primero, la infancia de San Vicente de Cañete, al sur de la hacienda Arona; luego, los acuerdos con la señora Le Prince para huir del manicomio, y, al final, la metáfora de la belleza y el acto de escribir. Todo dentro de las diferentes posibilidades de significación que trae consigo toda comunicación, así el psiquiatra (y el lector) comprenderá que el texto tiene que haber sido elaborado bajo esas tres perspectivas donde sobresale, qué duda cabe, el interés por escribir.
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Esther quizá se quedaría ahí toda su vida, pero él tenía que huir, para continuar con su prédica porque se debería de estar preparado para cuando ocurra el Apocalipsis, que traerá la destrucción de toda iniquidad sobre la tierra, “sobre los postes de los alumbrados colgarán los pescuezos de los siniestros burgueses y los perros saltarán para tragarse sus ojos, las masas hambrientas se arrojarán contra las puertas de los supermercados”.
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Conjuntamente con El Bronco, un foraja y guarapero de las chinganas de Lima; el Charapa, quien afirmaba montarse a su mujer cuatro veces al día; el Zurdo, el Loco, el Silencioso y unos pocos más conforman el intrépido equipo: los neurasténicos, esa multitud de locos con miradas perdidas a los que Rigolleto arengaba a rebelarse contra la situación que vivían. En ese partido de basquetbol se enfrentarían las dos teorías contrapuestas: de los psiquiatras y la de los internos. Si algo no resultaba como estaba planeado prevenían un amotinamiento, solo dejarían a los que pudieran entrar en crisis.
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Por el cuestionamiento sobre dificultades en que el hombre contemporáneo aún no ha podido responderse con certeza Rigolleto tuvo que vérselas con una persecución que concluyó en su reclusión del cual fugó para testimoniar ante el mundo que lo inverso de la razón era precisamente el mundo que lo llevó hasta el hospicio; porque la locura era mera apariencia de racionalidad y la razón era igual a la perversión: guerras, masacres, genocidios impuestos hasta el punto que si nos oponemos nos califican como “locos”, ahí la “teoría anarquista de la existencia.”
Ya en el juego los psiquiatras estaban atentos, cuando de pronto los internos subieron sobre los muros, saltaron los sembríos y corrieron entre los surcos mientras las sirenas aullaban y ellos divisaban la casa de la señora Le Prince a quien en los “días de permiso” podían visitarla. ¿Qué fue de Rigolleto? Se escapó en la maletera del auto de Suzette, una joven psicóloga casada con un viejo psiquiatra del hospicio, a la cual enamoró. Ese paciente era él.
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Ya en el juego los psiquiatras estaban atentos, cuando de pronto los internos subieron sobre los muros, saltaron los sembríos y corrieron entre los surcos mientras las sirenas aullaban y ellos divisaban la casa de la señora Le Prince a quien en los “días de permiso” podían visitarla. ¿Qué fue de Rigolleto? Se escapó en la maletera del auto de Suzette, una joven psicóloga casada con un viejo psiquiatra del hospicio, a la cual enamoró. Ese paciente era él.
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Pensada puntualmente y escrita en una semana El teorema del anarquista ilustrado, fue elaborada hace algún tiempo de un solo golpe, sin una sola corrección con una damajuana de vino y unos cuantos cigarrillos. Nunca leo una novela hasta el final, siempre me eximo de leer la última frase o palabra, es una manera de postergar un viaje y volver a la obra de arte, pero esta ha sido la excepción. Era necesario saber esa última palabra, la conclusión que puede resumir toda la novela –digo mejor toda la obra de Enrique Verástegui. Palabra que no voy a decir obviamente, pero que he tratado de insinuar, quizá en vano, en toda esta reseña. Ahora solo queda atisbar el libro en sí, esta obra que nuevamente seguirá el camino de su propio destino, la estrella y rumbo que le ofrecerá usted como lector siendo un buen o mal amante de este cuerpo erotizado encarnado gratamente ahora en texto.
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Discurso pronunciado en la 30 Feria del Libro Ricardo Palma, el miércoles 2 de diciembre, en el Auditorio La Palabra del Mudo, en la presentación de la novela TEOREMA DEL ANARQUISTA ILUSTRADO de Enrique Verástegui.
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