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Escribe: Andrea Cabel
Acerca de la primera parte y la metateatralidad: Odio la primera persona. Me parece fácil, vulgar…
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Bruno Larco (el personaje principal de la novela) sigue, -casi- siempre con una mueca de desdén, los consejos de su amigo editor, quien le recomienda que escriba su libro, Migraciones –el que leemos, el que comentamos–, en primera persona. Le dice que con ello atraerá más lectores, le recomienda que deje de lado ciertas tramas y le enfatiza que vaya rápidamente a la historia, y por supuesto, le dice también que su primer párrafo debe ser contundente.
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Como dice este personaje presente/ausente en la obra, su amigo editor, la verosimilitud siempre ha sido y es una treta, un recurso para jugar con los lectores y para generar en ellos un clima de empatía y complicidad de tal modo que se va armando, poco a poco, una historia en la que es posible colarnos –los lectores– y observar desde diferentes planos los sucesos en la vida de los personajes y mejor aún, nos permite sentir la obra como un gerundio, es decir, la obra está sucediendo, y nosotros, con ella.
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He ahí la ventaja a la que alude el amigo editor, la voz consejera en el hombro del personaje que cuenta su historia, la ventaja de hacernos parte de la historia desde el primer párrafo. Y, ciertamente, estamos sucediendo conforme avanzamos las páginas, el tránsito íntimo y vital del que trata el presente libro nos incluye, nos conversa directamente, nos mete en su discurso, nos cuestiona y nos responde; estamos ante una novela que nos atrapa desde un primer momento más que por la trama o por el lenguaje o por los personajes bien delineados, por la capacidad de aproximarnos a nosotros mismos a través de dos historias paralelas que vemos atentamente conforme pasamos, migramos.
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De ahí que el primer punto para comenzar el viaje sea el uso de la metateatralidad dentro de su obra narrativa, el uso de la vida real contando una historia seudobiográfica. Me explico, todas las obras artísticas, posiblemente, carguen con una marca biográfica, de ahí que esta no sea la excepción; sin embargo, el autor de Migraciones y el personaje principal de la novela, más parecen ser reflejos que un mismo personaje-autor bifurcado.
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Sucede que la trama principal de la novela es la vida de Bruno, quien comienza, como dice, …contraviniendo una tendencia dominante, no empezaré por mi infancia. No creo que la mía, pueril y hasta monótona (...) tenga mucho interés para el desarrollo y sentido de este relato. Por lo demás, el psicoanálisis clásico freudiano y su obsesión con la importancia de la primera infancia en el derrotero de la vida de los hombres, siempre me causó suspicacias…(p. 9)
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El personaje es un adulto que transita por las calles de Lima sin un sol en el bolsillo que le alumbre los ojos, y con ojos grandes y verdes para leer y leer de manera rigurosa y disciplinada todos los volúmenes que pudieran caer en sus manos. El personaje es un crítico y un asiduo corrector de su propio estilo –aunque luego conseguirá justamente un trabajo de corrector de estilo–, uno que se construye de modo fresco e inteligente, como en el teatro, en donde nada está colocado por azar, todo tiene una razón y el mismo personaje-autor constantemente nos da las explicaciones del caso y nos induce a pensar más fríamente, más cercanamente a él.
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Poco se sabe de sus padres, de su infancia. Como bien dice, va a la historia de frente, una historia que es justamente la suya propia, la que está sucediéndole: sus encuentros amorosos, sus encuentros sexuales, sus encuentros literarios, sus encuentros consigo mismo, sus desencuentros, el profundo fantasma que le persigue a lo largo de sus cavilaciones y páginas: el alcohol.
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Bruno tiene más que inteligencia para defenderse de sí mismo, para ello, por ejemplo, usa la literatura, usa los libros y se aferra a los espacios físicos y metafísicos (sus reflexiones, sus críticas y autocríticas, sus concienzudas maneras de acercarse a las cosas) para reivindicar su propia disidencia, su propia necesidad de reforzar su tránsito.
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Si bien es cierto que el personaje es un observador y gracias a eso podemos acercarnos a los personajes que construye y deconstruye también (el caso de Cecilia y de Sheyla, los dos primeros y opuestos amores que narra, son muy claros sobre este último punto) esta primera parte nos deja en claro ante quién estamos y ante qué tipo de lectura estamos también.
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No es solamente una novela, una historia personal con rasgos biográficos, es la deconstrucción de un sujeto aparentemente subalterno que transita de su condición periférica y posiblemente muda, hacia una hegemónica, puesto que maneja el lenguaje y la conciencia por sobre el vicio que lo aturde. Ante todo, Bruno (palabra sinónima de oscuro) tiene luz para leer los trazos de sus manos y los trazos de sus viajes, escribe con la perseverancia zurda de un hombre que ha probado el golpe del asfalto contra sus propios huesos, las caídas y las varias veces que debe levantarse para seguir y encontrar una razón más allá, un fin en sí mismo.
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El reencuentro entre Leopoldo Panero, Martín Adán, Bruno Larco, Oquendo de Amat y Víctor Coral: Me pides que te cuente mi paso por tu país, mi paseo por los pasillos de la muerte de tu literatura. Sea. (p.66)
La segunda parte marca un quiebre con la trama principal –la vida de Bruno Larco– y muestra, más bien, la subtrama en el libro: la correspondencia del personaje principal con su principal personaje ficticio.
Nuevamente, una historia dentro de otra, como la vida misma: la metateatralidad como juego de espejos y de reflejos, una complicada y natural forma de explicar lo cotidiano en un escritor; es decir, cómo la anécdota puede ser narrada y puede trascenderse a sí misma siendo contada desde la perspectiva de un autor que juega a ser personaje y viceversa.
La segunda parte, posiblemente sea la más lograda del libro. Esto por tres razones. En primer lugar, porque el autor logra imitar una voz mucho más complicada que la de un personaje que no existe, el autor imita la letra y la voz de Panero, un poeta interesado en las tierras del Perú, interesado en conocer a Martín Adán e interesado en conocer el color azul y rojo del cielo y las tierras de Puno, lugar de nacimiento del gran poeta peruano Oquendo de Amat, a quien también admira.
Las cartas son un valioso testimonio para Bruno de que su admiración puede tener un correlato real, y al mismo tiempo puede generar un margen de duda en el lector puesto que están redactadas con una pericia y una sensibilidad rigurosa y fluida. La imaginación pasea entre líneas en una novela y el conocimiento sobre autores, sucesos, teorías y demás también; sin embargo, lo que realmente llama la atención de esta inclusión de las cartas que Panero le respondía a Bruno es que dentro de este proceso migratorio, las cartas en verdad existieron.
Con esto no quiero decir que las cartas incluidas en este libro constituyan parte del patrimonio del poeta, si no que más bien constituyen parte de la aguda creatividad del otro poeta, del autor, que aunque presente ahora una novela, no deja de ser poeta de alto vuelo.
Es en este momento en el que el lector presiente –es decir, la sutileza se mantiene hasta el final– que se quiebra el espacio metateatral en el que el personaje puede jugar con su imagen y con la del autor mismo y puede transitar por Lima, por Puno, por Madrid, y por los cuerpos de algunas mujeres que posiblemente no amó (porque esta no es una novela de amor hacia los cuerpos si no, en todo caso, hacia las letras, hacia los reencuentros, hacia las búsquedas); el amor existe en la necesidad de este personaje que se construye poco a poco como una sensible y enajenada víctima de sus conscientes excesos y desencuentros.
Sobre los espacios que transita en su viaje vital, Puno resulta uno importante, quizás, más importante que el Sanatorio en el que Bruno encuentra a su admirado poeta Leopoldo Panero con quien había llevado la correspondencia, en parte, incluida en la segunda sección de sus Migraciones. Señala con destreza y harta verosimilitud el poeta –ficticio– Panero: Allí, en Puno, supe que se podía permanecer intocado y profundo sin renunciar a la belleza y a la luz, tal como el lago lo hacía (p. 88).
El lugar se combina con el autor de esta tierra, por decirlo de un modo literario, con Oquendo de Amat; respecto de él, Panero dice en la última carta incluida: el poeta fue un guía en este viaje de las imágenes y el aprendizaje de lo real. Sus versos no me ayudaron a comprender nada, evito maquillar; pero fueron como una brisa continua que aireara mi visión de este autodescubrimiento deslumbrante…
La primera relación está fuertemente hecha: los viajes de Panero coinciden con los viajes de Bruno, sus búsquedas, sus amores y vicios, sus excesos y sensibilidades transitan por huellas y caminos similares. Por último, sus ojos, los de ambos, observan el mismo lugar de homenaje: por un lado, Martín Adán, quién recibe a Panero cuando –ficticiamente– este viene a Lima y lo busca para acabar luego de media hora de conversación, dejado de lado por el poeta Adán al no conocer lo suficiente de literatura española justamente, y por otro lado, hacia Oquendo de Amat, quien en forma musical, de acordeón, con sus Cinco metros de poemas, alberga los ojos y las distancias rurales, culturales y literarias con Bruno y con Panero. Ambos, finalmente, poetas. Sujetos de búsqueda, hechos de tránsito.
Luego, el poeta autor de sus Migraciones nos dice: el resultado, como había previsto con mi acostumbrado fatalismo, fue distinto. Entreví lo que podía entenderse como una nueva apertura: la comprensión del paisaje andino como un reflejo mudo de nuestra identidad perdida u oculta…(p.95)
Las dos experiencias de viaje, las de Panero y las del personaje–narrador Bruno Larco, nos muestra de modo paralelo el triunfo que es equivocarse a veces. La fortuna que es decir, finalmente …en adelante, solo había camino hacia arriba. Eso estaba bien” (p.97).
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La ilusión de la libertad: …Luego de haber experimentado todo o casi todo, a mis 29 años, arrojado por mi propia vida al agradable reto de vérmelas con la escritura, única forma de superar el desencuentro de mi ser con lo externo
El final de la historia mantiene la calidad formal de las dos primeras partes, incluye una escena extensa narrada a modo casi cinematográfico en la que el autor conoce a una mujer que sufre la agonía eterna de su esposo escondido en un sótano, una mujer a la que él mismo llama mujer y encontramos un otro reconocido por el sujeto –ya capaz de nombrarse y de nombrar las cosas que le rodean con la autoridad que se siente al saber (o presentir) el fin de su viaje–; es decir, a estas alturas de la novela, en palabras del personaje principal: …el poeta se había construido, primero, una nueva visión (de la poesía) luego una misión (personal), y finalmente un motivo para sosegar sus impulsos y dedicarse a lo que más le importaba: crear. Este proceso constructivo había sido completamente necesario, y si así quería verse, era análogo a un proceso terapéutico, en gran medida.
En su búsqueda de la pureza andina de Oquendo, Panero ponía en juego, qué duda cabe, toda su admiración auténtica y febril por la poesía, algo notable en estos años. Pero también había allí una necesidad interna de cerrar una etapa, de clausurar una ventana que, a diferencia de las del mundo real, daba a una pared destartalada y negra, que el poeta se había empeñado en embellecer, con innegable éxito, desplegando todo su talento. Lo mismo pude pensar yo de mi viaje (p.95).
Por ello la inclusión de esta etapa, en la que conoce a esta mujer, Ariana, y entabla una relación con ella y se da cuenta del horror que esconde tras una puerta, solo sirve como un vaso conductor del narrador para incluir un tema político en medio de la obra hasta ahora poética y narrativa. Tema interesante para acabar la novela, puesto que el misterio de la mujer genera en él el horror necesario para ofrecerme a mí mismo la posibilidad de ser otro sin abandonar lo mejor de mí (p.107). Y esta posibilidad lo llevó a buscar al poeta con el que se había escrito tanto y del que nos cuenta el paralelismo vital, Leopoldo Panero, y la maravilla que le causó encontrar en él la más pura insolencia.
Y el viaje acaba aquí, en una pared blanca extendiéndose a lo largo del camino que Bruno había tratado de pintar durante toda su vida, como sentenció en su única frase Panero: La oscuridad es solo ausencia de luz (p110) y Bruno (oscuro) encontró la voz amable de la insolencia, de lo impecable que es el reencuentro, finalmente, con la posibilidad de recuperar una percepción distinta de lo real, entendiendo lo real, no como lo entendería Zizek, sino como lo dice el mismo Bruno, como las relaciones e interconexiones que se dan entre lo material, lo interpersonal y lo supraindividual en el tiempo que compartimos (p. 107). Y se cumple lo dicho anteriormente a partir de esto, en adelante, solo había camino hacia arriba. Eso estaba bien(p.97), y el camino es el que él mismo propone y reconoce como el correcto en el encuentro final con Panero, ambos disidentes, lúcidos y transgresores sujetos de letras y situaciones.
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Fuente: http://jc-noticiasdelinterior.blogspot.com/2009/11/andrea-cabel-escribe-sobre-la-novela.html